Esta fue mi predicación de hoy, 4 de
noviembre de 2007,
Domingo XXXI del Ciclo
Litúrgico C, en la Abadía Santa
Escolástica y en el Hogar
Marín:
1. EN
NUESTRO TIEMPO HAY MUCHAS COSAS QUE SON
DESCARTABLES... Los diabéticos, por ejemplo, que tenemos que
inyectarnos insulina todos los días, hace tiempo que nos
hemos
acostumbrado a las jeringas descartables. Ya nos parecen de otro siglo
(y en realidad lo son, del pasado siglo XX), las jeringas de vidrio que
teníamos que hervir, lo mismo que las agujas, y guardarlas
con todo
cuidado en
cajas donde se las pudiera conservar esterilizadas...
Cada vez más, por otra
parte, las bebidas y los alimentos vienen en
envases descartables. Si pasamos por un lugar donde han estado reunidos
algunos jóvenes en una noche de fiesta, podemos encontrarnos
con latas
de gaseosas, botellas de plástico, y otra cantidad de
envases que han
sido descartados después de haber sido vaciados hasta la
última gota.
Hasta algunos aparatos
electrónicos comienzan a ser descartables, ya que cuando se
rompen
resulta más económico reemplazarlo por otro que
hacerlo arreglar. Y en
las sociedades más desarrolladas hasta los
autos resultan rápidamente descartables...
Además
vivimos en tiempos en los que hasta las personas pueden ser
fácilmente
descartadas. A veces sucede
simplemente porque se considera que ya no sirven porque no pueden
producir nada y se convierten en un problema. Es terrible,
pero al mismo tiempo es un signo de nuestro tiempo:
parecería que no
hay lugar para los que no sirven, y a algunos se los
arrincona en lugares alejados de la vista de todos (por ejemplo, los
ancianos en los
geriátricos). Otros los descartamos o los excluimos nosotros
con
nuestro dedo acusador, con el que señalamos de una manera
inapelable a los que consideramos irredimibles, como si la
salvación
que viene de Dios no fuera para ellos...
Pero, en realidad, nada ni nadie es descartable tan
fácilmente. Yo lo
verificaba ayer, recorriendo algunos anticuarios, en los que
veía un
montón de cosas que seguramente algunos habían
considerado descartables
pero otros habían rescatado, arreglado y puesto a
disposición de
quienes quisieran adquirirlas. Las
Hermanitas de los Pobres también nos los muestran cada
día. Ellas
sostienen de sus Hogares, donde atienden a sus ancianos residentes, con
la limosna de los bienhechores. Para eso reciben
todo lo que les dan: heladeras que no funcionan, mesas sin patas, lo
que sea, porque todo sirve, todo se puede arreglar, con amor y buena
voluntad. Aquí en el Hogar Marín ellas juntan,
entre otras
cosas, los diarios viejos, y las botellas descartables, y
cambiándolos
por dinero los ponen al servicio del sostenimiento de esta casa, para
el bien de todos los ancianos residentes...
Y Jesús nos quiere enseñar hoy que tampoco las
personas son
descartables, ya
que Él pacientemente quiere rescatar a todos, incluso a
aquellos que
quizás nosotros no dudaríamos en considerar
descartables,
irrecuperables, como Zaqueo, un jefe de
los publicanos que sacaba ventajas cobrando impuestos...
2. JESÚS
QUIERE LLEGAR A TODOS CON SU
SALVACIÓN. SÓLO HACE FALTA RECIBIRLO EN
CASA...Dios lo puede todo, y
por eso no necesita reaccionar con prepotencia ante el mal que todos,
en mayor o menor medida, a veces hacemos. La omnipotencia de Dios se
pone en evidencia con su indulgencia, sin necesidad de estridencias.
Que sea Zaqueo, un jefe de publicanos, es decir, un jefe de
recaudadores de impuestos, que había pagado a los romanos
para adquirir
este puesto y que se aprovechaba de su función en beneficio
propio
explotando a sus conciudadanos, nos pone en evidencia que no
hay
límites para la indulgencia de Dios, ya que para Dios no hay
excluidos...
Pero hay algo que tenemos que hacer nosotros para abrirnos a su
misericordia. Zaqueo tuvo que subirse a un árbol para poder
verlo
cuando Jesús pasaba por allí, porque era de baja
estatura. Nosotros
quizás lo que tenemos que hacer es subirnos por encima de
nuestra
mediocridad, que nos hace vivir sólo al ras del piso.
Elevándonos un
poco,
seguro que podremos ver a Jesús, que quiere llegar a nuestra
casa, como
lo hizo a la de Zaqueo, y como quiere hacerlo con todos. Su
misericordia no tiene límites, no hay nadie a quien Dios
descarte de
antemano, pero es necesario salir al encuentro de Jesús,
para que Él
llegue con su salvación y alegre nuestra casa...
Sin embargo, no basta con
verlo a
Jesús. Además es necesario bajarse, para poder
recibirlo cuando viene
con su salvación. Zaqueo tuvo que bajarse del
árbol, para recibirlo en
su casa. Nosotros quizás tenemos que bajarnos de nuestro
orgullo, de
nuestra soberbia, de nuestra autosuficiencia, de nuestra pretendida
perfección, para recibirlo en nuestro corazón,
que es donde Jesús puede
sembrar su misericordia. Recordando siempre que sólo
nosotros tenemos
la llave de nuestro corazón, cuya puerta sólo
tiene manija del lado de
adentro. Jesús, que lo puede todo, sin embargo no
actúa en esto con
prepotencia. Su indulgencia, en cambio, nos pide permiso y reclama
nuestra aceptación, para llegar a nosotros con su
salvación. Cuando
Jesús entra en nuestro corazón, con él
llega la salvación, y enseguida
nos damos cuenta, porque se manifiesta en la alegría, se nos
levanta el
ánimo...
3.
CUANDO LA SALVACIÓN DE JESÚS
LLEGA A
NUESTRA CASA, SE NOS ABREN EL CORAZÓN Y LAS MANOS... Cuando
la
salvación ha llegado a nuestro corazón, sus
signos se hacen ver
enseguida. Con la alegría que viene de la misericordia
recibida, el
corazón se ensancha y comienza a palpitar con la frecuencia
que Dios
le imprime. Con el corazón abierto por la misericordia de
Dios
enseguida
se abren también nuestras manos, que comienzan a hacerse
instrumentos
de
nuestro propio amor, que se manifiesta para el bien de nuestros
hermanos...
Cuando Jesús llega
con su salvación a nuestra
casa comenzamos a compartir lo poco o lo mucho que somos y
que tenemos, como hizo Zaqueo cuando recibió a
Jesús. Enseguida nuestra
alegría llega a los demás a través de
nuestra caridad,
signo de salvación que se extiende a nuestro alrededor,
con gestos de amor efectivos y duraderos. Si quisiéramos
saber,
entonces, si en verdad hemos abierto suficientemente nuestro
corazón a
la misericordia salvadora de Dios, bastaría mirar lo que
hacemos con
nuestros hermanos. Si llegáramos a constatar que estamos
todavía
demasiado cerrados, concentrados en nosotros mismos y sin
ánimo
suficiente para servir a los demás, podríamos
concluir fácilmente que
todavía no nos hemos abierto lo suficiente a la misericordia
de Dios, y
por eso están todavía un poco cerradas nuestras
manos...
Todos los voluntarios que ayudan en este Hogar nos lo muestran cada
día. No los trae aquí una especie de estoica
decisión de hacer más dura
su vida, con la finalidad de cumplir lo que Dios
les manda. Más bien vemos en sus actitudes la gratitud de
los corazones
que se saben bendecidos por la misericordia de Dios e intentan
devolver algo de lo mucho que han recibido. El mundo fraternal que
quizás imaginemos en nuestros sueños no
será nunca el resultado de un
esfuerzo sólo humano, sino la manifestación de la
salvación que Jesús
nos trae, que nos abre el corazón y las manos...