Homilía pronunciada por el cardenal Jorge Mario Bergoglio SJ,
arzobispo de Buenos Aires y Primado de la Argentina, en el solemne Tedéum
celebrado en la catedral metropolitana el 25 de mayo de 2002.
«Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Allí vivía un
hombre muy rico llamado Zaqueo, era jefe de los publicanos. El quería ver quién
era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura.
Entonces se adelantó y subió a un sicómoro para poder verlo, porque iba a pasar
por allí. Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo,
baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Zaqueo bajó rápidamente
y lo recibió con alegría.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Se ha ido a alojar
en casa de un pecador». Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: «Señor, voy a
dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré
cuatro veces más». Y Jesús le dijo: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya
que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a
buscar y a salvar lo que estaba perdido».
(Del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas
19,1-10)
Quizás como pocas veces en nuestra historia, esta sociedad
malherida aguarda una nueva llegada del Señor. Aguarda la entrada sanadora y
reconciliante de Aquél que es Camino, Verdad y Vida. Tenemos razones para
esperar. No olvidamos que su paso y su presencia salvífica han sido una
constante en nuestra historia. Descubrimos la maravillosa huella de su obra
creadora en una naturaleza de riqueza incomparable. La generosidad divina
también se ha reflejado en el testimonio de vida de entrega y sacrificio de
nuestros padres y próceres, del mismo modo que en millones de rostros humildes y
creyentes, hermanos nuestros, protagonistas anónimos del trabajo y las luchas
heroicas, encarnación de la silenciosa epopeya del Espíritu que funda
pueblos.
Sin embargo, vivimos muy lejos de la gratitud que merecería
tanto don recibido. ¿Qué impide ver esta llegada del Señor? ¿Qué torna imposible
el «gustar y ver qué bueno es el Señor» (Sal. 34,9) ante tanta prodigalidad en
la tierra y en los hombres? ¿Qué traba las posibilidades de aprovechar en
nuestra Nación, el encuentro pleno entre el Señor, sus dones, y nosotros? Como
en la Jerusalén de entonces, cuando Jesús atravesaba la ciudad y aquel hombre
llamado Zaqueo no lograba verlo entre tanta muchedumbre, algo nos impide ver y
sentir su presencia. En la escena evangélica se nos da la clave en términos de
altura y de abajamiento. De altura, porque Zaqueo se deja ganar el corazón por
el deseo de ver a Jesús y, como era pequeño de estatura, se adelanta y trepa a
un sicómoro. Ningún talento, ninguna riqueza puede reemplazar una chatura moral
o -en todo caso, si el problema no es moral- no hay salida para una mirada baja,
sin esperanza, resignada a sus límites, carente de creatividad.
En esta tierra bendita, nuestras culpas parecen haber achatado
nuestras miradas. Un triste pacto interior se ha fraguado en el corazón de
muchos de los destinados a defender nuestros intereses, con consecuencias
estremecedoras: la culpa de sus trampas acucia con su herida y, en vez de pedir
la cura, persisten y se refugian en la acumulación de poder, en el reforzamiento
de los hilos de una telaraña que impide ver la realidad cada vez más dolorosa.
Así el sufrimiento ajeno y la destrucción que provocan tales juegos de los
adictos al poder y a las riquezas, resultan para ellos mismos apenas piezas de
un tablero, números, estadísticas y variables de una oficina de planeamiento. A
medida que tal destrucción crece, se buscan argumentos para justificar y
demandar más sacrificios escudándose en la repetida frase «no queda otra
salida», pretexto que sirve para narcotizar sus conciencias. Tal chatura
espiritual y ética no sobreviviría sin el refuerzo de aquellos que padecen otra
vieja enfermedad del corazón: la incapacidad de sentir culpa. Los ambiciosos
escaladores, que tras sus diplomas internacionales y su lenguaje técnico, por lo
demás tan fácilmente intercambiable, disfrazan sus saberes precarios y su casi
inexistente humanidad.
Como a Zaqueo puede hacérsenos consciente nuestra dificultad
para vivir con altura espiritual: sentir el peso del tiempo malgastado, de las
oportunidades perdidas, y surgirnos dentro un rechazo a esa impotencia de llevar
adelante nuestro destino, encerrados en nuestras propias contradicciones.
Ciertamente, es habitual que, frente a la impotencia y los límites, nos
inclinemos a la fácil respuesta de delegar en otros toda la representatividad e
interés por nosotros mismos. Como si el bien común fuera una ciencia ajena, como
si la política -a su vez- no fuera una alta y delicada forma de ejercer la
justicia y la caridad. Cortedad de miras para ver el paso de Dios entre
nosotros, para sentirnos gratificados y dignos de tantos dones, y no tener
escrúpulos en hacerlos valer sin renunciar a nuestra histórica vocación de
apertura no invasiva a otros pueblos hermanos.
Como nosotros también Zaqueo sufría esa cortedad de miras. Sin
embargo sucede el milagro: el personaje evangélico se eleva sobre su mediocridad
y encuentra la altura donde subirse. Porque del dolor y de los límites propios
es de donde mejor se aprende a crecer y de nuestros mismos males es desde donde
nos surge una honda pregunta: ¿Hemos vivido suficiente dolor para decidirnos a
romper viejos esquemas, renunciar a actitudes necias tan arraigadas y dar rienda
suelta a nuestras verdaderas potencialidades? ¿No estamos ante la oportunidad
histórica de revisar antiguos y arraigados males que nunca terminamos de
plantear, y trabajar juntos? ¿Hace falta que más sangre corra al río, para que
nuestro orgullo herido y fracasado reconozca su derrota?
Zaqueo no optó por la resignación frente a sus dificultades, no
cedió su oportunidad a la impotencia, se adelantó, buscó la altura desde donde
ver mejor, y se dejó mirar por el Señor. Sí, dejarse mirar por el Señor, dejarse
impactar por el dolor propio y el de los demás; dejar que el fracaso y la
pobreza nos quiten los prejuicios, los ideologismos, las modas que
insensibilizan, y que -de ese modo- podamos sentir el llamado: «Zaqueo baja
pronto». Esta es la segunda clave de este pasaje evangélico: Zaqueo responde a
un Jesús que lo llama a abajarse. Bajarse de sus autosuficiencias, bajarse del
personaje inventado por su riqueza, bajarse de la trampa montada sobre sus
pobres complejos. En efecto, ninguna altura espiritual ningún proyecto de
grandes esperanzas, puede hacerse real si no se construye y se sostiene desde
abajo: desde el abajamiento de los propios intereses, desde el abajamiento al
trabajo paciente y cotidiano que aniquila toda soberbia.
Hoy como nunca, cuando el peligro de la disolución nacional está
a nuestras puertas, no podemos permitir que nos arrastre la inercia, que nos
esterilicen nuestras impotencias o que nos amedrenten las amenazas. Tratemos de
ubicarnos allí donde mejor podamos enfrentar la mirada de Dios en nuestras
conciencias, hermanarnos cara a cara reconociendo nuestros límites y nuestras
posibilidades. No retornemos a la soberbia de la división centenaria entre los
intereses centralistas, que viven de la especulación monetaria y financiera,
como antes del puerto, y la necesidad imperiosa del estímulo y promoción de un
interior condenado ahora a la «curiosidad turística». Que tampoco nos empuje la
soberbia del internismo faccioso, el más cruel de los deportes nacionales, en el
cual, en vez de enriquecernos con la confrontación de las diferencias, la regla
de oro consiste en destruir implacablemente hasta lo mejor de las propuestas y
logros de los oponentes. Que no nos corten caminos las calculadoras
intransigencias (en nombre de coherencias que no son tales). Que no sigamos
revolcándonos en el triste espectáculo de quienes ya no saben cómo mentir y
contradecirse para mantener sus privilegios, su rapacidad y sus cuotas de
ganancia mal habidas, mientras perdemos nuestras oportunidades históricas, y nos
encerramos en un callejón sin salida. Como Zaqueo hay que animarse a sentir el
llamado a bajar: bajar al trabajo paciente y constante, sin pretensiones
posesivas sino con la urgencia de la solidaridad.
Hemos vivido mucho de ficciones, creyendo estar en los primeros
mundos, nos atrajo «el becerro de oro» de la estabilidad consumista y viajera de
algunos, a costa del empobrecimiento de millones. Cuando oscuras complicidades
de dentro y fuera, se convierten en coartadas de actitudes irresponsables que no
vacilan en llevar las cosas al límite sin reparar en daños: negocios
sospechosos, lavados que eluden obligaciones, compromisos sectoriales y
partidarios que impiden una acción soberana, operativos de desinformación que
confunden, desestabilizan y presionan hacia el caos; cuando sucede esto de poco
nos sirve la tentación ilusoria de exigir chivos expiatorios en aras del
supuesto surgimiento de una clase mejor, pura y mágica... Sería subirse a otra
ilusión. Debemos reconocer con dolor que, entre los propios y los opuestos hay
muchos Zaqueos, con distintos títulos y funciones; Zaqueos que intercambian
papeles en un escenario de avaricia casi autoritaria, a veces con disfraces
legítimos.
Lo mejor es dejar que el Zaqueo que hay dentro de cada uno de
nosotros se deje mirar por el Señor, y acepte la invitación a bajar. Este
llamado del Evangelio es memoria y camino de esperanza. Aquel que busca y se
deja alcanzar por lo sublime da lugar a una alegría nueva, a una posibilidad de
redención. Y Zaqueo se redime, accede alegre a la invitación del único que nos
puede reconciliar, Dios mismo. Accede a sentarse a la mesa de todos, a la de la
amistad social. Nadie le pidió a aquel publicano que fuera lo que no podía ser,
sino que simplemente se bajara del árbol. Se le pide que se avenga a la ley de
ser uno más, de ser hermano y compatriota, que cumpla la ley.
Esto hay que lograr: hacer cumplir la ley, que nuestro sistema
funcione, que el banquete al que se nos convoca en el Evangelio sea ese lugar de
encuentro y convivencia, de trabajo y celebración que queremos, y no «un café al
paso» para los intereses «golondrina» del mundo; esos que llegan, extraen y
parten. La ley es la condición infranqueable de la justicia, de la solidaridad y
de la política, y ella nos cuida, al bajar del árbol, de no caer en la tentación
de la violencia, del caos, del revanchismo. Asumamos el dolor de tanta sangre
vertida inútilmente en nuestra historia. Abramos los ojos a tiempo: una sorda
guerra se está librando en nuestras calles, la peor de todas, la de los enemigos
que conviven y no se ven entre sí, pues sus intereses se entrecruzan manejados
por sórdidas organizaciones delincuenciales y sólo Dios sabe qué más,
aprovechando el desamparo social, la decadencia de la autoridad, el vacío legal
y la impunidad.
No es el momento de tener miedo y vergüenza de nosotros mismos,
todos somos un poco Zaqueo, y todos tenemos enormes talentos y valores. Miramos
con nostalgia las riquezas naturales, la brillantez de tantos compatriotas
dispersos, la silenciosa e increíble resistencia de un pueblo humilde que
defiende sus reservas y se niega a ceder su fe y sus convicciones, que lucha
contra el desgaste. Ahora o nunca, busquemos la refundación de nuestro vínculo
social, como tantas veces lo reclamamos con toda la sociedad y, como este
publicano arrepentido y feliz, demos rienda suelta a nuestra grandeza: la
grandeza de dar y darnos. La gran exigencia es la renuncia a querer tener toda
la razón; a mantener las privilegios; a la vida y la renta fácil,... a seguir
siendo necios, enanos en el espíritu. Como en el llamado evangélico, en
numerosas oportunidades nos hemos dejado visitar por Dios. Allí lo grande y
sublime ha surgido de nosotros. Hay en toda la sociedad un anhelo ya propuesto,
insoslayable, de participar y controlar su propia representación, como aquel día
que hoy rememoramos en que la comuna se constituyó en Cabildo.
Además del subirse para ver a Jesús y abajarse luego para seguir
su invitación hay una tercera clave en el texto evangélico: el dar, el darse
reparando el mal cometido. Zaqueo se anima a devolver lo mal habido y a
compartir. Como el Zaqueo convertido, este pueblo siente el deseo de «dar la
mitad» y «devolver el cuádruplo». Quiere rescatar del fondo de su alma el
trabajo y la solidaridad generosa, la lucha igualitaria y la conquista social,
la creatividad y la celebración, Sabemos bien que este pueblo podrá aceptar
humillaciones, pero no la mentira de ser juzgado culpable por no reconocer la
exclusión de veinte millones de hermanos con hambre y con la dignidad pisoteada.
Si Zaqueo, antes de dejarse mirar por Jesús, ideaba la forma de que sus deudores
se hundieran cada vez más, no podía entonces reclamar supuestas obligaciones
éticas ni castigos ejemplares. Una vez convertido debe reconocer su estafa
usurera, y devolver lo que robó. Contemplemos el final de la historia: Un Zaqueo
avenido a la ley, viviendo sin complejos ni disfraces junto a sus hermanos,
viviendo sentado junto al Señor, deja fluir confiado y perseverante sus
iniciativas, capaz de escuchar y dialogar, y sobre todo de ceder y compartir con
alegría de ser.
La historia nos dice que muchos pueblos se levantaron de sus
ruinas y abandonaron sus ruindades como Zaqueo. Hay que dar lugar al tiempo y a
la constancia organizativa y creadora, apelar menos al reclamo, estéril, a las
ilusiones y promesas, y dedicarnos a la acción firme y perseverante. Por este
camino florece la esperanza, esa esperanza que no defrauda porque es regalo de
Dios al corazón de nuestro pueblo. Hoy, más que nunca, nos convoca la esperanza.
Ella nos inspira y da fuerzas para levantarnos y dejarnos mirar por Dios,
abajarnos en la humildad del servicio, y dar dándonos a nosotros mismos. Por
momentos soñamos una convocatoria, la esperamos mágica y encantadoramente. El
camino es más sencillo: sólo debemos volver al Evangelio, dejarnos mirar como
Zaqueo, escuchar el llamado a la tarea común, no disfrazar nuestros límites sino
aceptar la alegría de compartir, antes que la inquietud del acaparar. Y entonces
sí que escucharemos, dirigida a nuestra Patria, la palabra del Señor: «Hoy ha
llegado la salvación a esta casa, porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a
salvar lo que estaba perdido» (Lc 19: 10)
Buenos Aires, 25 de mayo de 2002.