Esta fue mi predicación de hoy, 6 de septiembre de
2009,
Domingo XXIII del Ciclo Litúrgico B,
en la Abadía Santa
Escolástica y en el Hogar
Marín:
1. TODO
TIENE SU FUNCIÓN: LA BOCA SIRVE PARA HABLAR, LOS OÍDOS PARA OÍR... Todo
nuestro organismo es un ejemplo maravilloso de armonía, equilibrio y
funcionalidad. En él cada parte tiene su propia función, y la salud
consiste en el buen funcionamiento de cada uno de sus órganos y en el
armonioso equilibrio entre todos ellos. Cuando uno deja de funcionar y
se
pierde ese equilibrio, no decimos que se haya enfermado "el oído" o "la
lengua", porque somos conscientes de que nosotros mismos los que
padecemos esa
enfermedad. Y así podríamos seguir con cada parte
del cuerpo. Cada una de ellas tiene una función, y hace falta que todas
anden bien, para que todo ande bien. Pero basta que "una parte" se
enferme, para que cada uno diga de manera personal e intransferible
"estoy enfermo"...
Sin
embargo,
aunque todas las partes corporales del cuerpo anden bien, con sólo eso
no alcanza. Algunas partes del cuerpo que no funcionan se pueden
suplir. Pero lo que no se puede suplir y siempre hace falta que
funcione bien, porque de otro modo todo el resto está perdido y no
sirve para mucho, es el corazón. Me refiero en primer lugar al corazón
que "palpita" y hace circular la sangre por todo el cuerpo, ya que sin
él se acaba la vida, pero también a algo más...
También
ese "corazón" que está un poco más adentro, ese que
identificamos como la sede de todos los sentimientos y las pasiones,
del entendimiento y de la voluntad, ese "centro de la persona",
intangible e inasible para la medicina, que está en el interior de cada
uno de nosotros y al que también llamamos corazón tiene que "andar
bien", para que nosotros estemos bien...
Si no nos funcionan los oídos nos quedamos sordos, los podemos
suplir. Leyendo nos podemos enterar de lo que los demás
piensan y
podemos
intercambiar con ellos. Si no nos funciona la boca la podemos suplir
escribiendo, y
de esa manera hacernos entender. Pero si no nos
funciona el corazón, si lo tenemos cerrado, no podemos recibir ni
entender nada de lo que los demás dicen, ni podemos decir nada que
tenga sentido. Por eso dice el refrán, que "no
hay peor ciego que el no quiera ver", y nosotros podríamos agregar que
no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor mudo que el que no
quiera hablar. Y por eso Jesús, que nos trae la salvación que nos hace
falta, viene hoy
a abrirnos los oídos y la boca, como hizo con el sordomudo que le
presentaron, pero no sólo eso, ya que no nos alcanzaría, sino mucho
más...
2. JESÚS
NOS ABRE LOS OÍDOS Y LA BOCA, Y NOS LIMPIA EL CORAZÓN... Nos hacen
falta los oídos para oír la Palabra de Dios, y la boca para poder
anunciarla a otros y compartir con ellos la salvación que Jesús nos
trae. Pero con ello no alcanza. Jesús mira, primero de todo, nuestro
corazón, y es allí donde quiere llegar especialmente con su salvación...
Como con el sordomudo
que pusieron a sus pies, también a nosotros Jesús
llega con signos sensibles de su poder de curación. Al sordomudo le
puso los
dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Y a
nosotros se
nos acerca con los gestos sensibles de su amor redentor. Nos "toca" con
cada uno de los Sacramentos y nos habla con su Palabra, pronunciada
hace veinte siglos en Tierra Santa, y mantenida viva e íntegra, y
pronunciada todo los días por la Iglesia, a través de sus ministros en
su predicación...
Sin embargo, es claro
que todavía quedan muchas heridas que sanar en los corazones humanos, y
por lo tanto se hace necesario que la salvación que Jesús nos trajo
siga predicándose y llevándose a todos los rincones del mundo. Jesús
enfrentó los males de su tiempo con una Palabra y unos signos eficaces
de la salvación. Y hoy la Iglesia hace lo mismo, cumpliendo la misión
que de Él recibió. Cuando nos alerta sobre el escándalo de la pobreza
no lo hace para
constituirse en una fuerza de presión de carácter político, sino para
abrirnos los ojos y limpiarnos el corazón, para que podamos ver y
responder desde el amor...
Con su Palabra y sus Sacramentos, Jesús va limpiándonos el corazón
todos los días, y va reparando en ellos la imagen de Dios, que
es el
modelo y la medida con la que nos ha hecho, y pacientemente nos va
reconstituyendo, haciéndonos nuevamente a la medida de su amor...
3. SI
JESÚS ESTÁ EN NUESTRO CORAZÓN, LO MOSTRAREMOS CON HECHOS Y PALABRAS...
Seguramente ya nos hemos dado cuenta, y en todo caso es bueno que lo
hagamos, que Jesús está cada vez menos presente en la cultura en la que
vivimos. Por eso se multiplican en ella los signos de la muerte y se
ataca tan fácilmente el don de la vida. Es posible que en un tiempo
más, llegue a ser un ilustre desconocido, como decía ya Pablo VI del
Espíritu Santo (¿o acaso hoy todos saben quién es verdaderamente Jesús,
y por qué nos trae la salvación?)...
Este
desconocimiento de
Jesús, y de Dios a secas, propio de nuestro tiempo, podría llenarnos de
tristeza, pero nunca de desesperación. También en tiempos de Jesús
nadie lo conocía. Cuando resucitó y le encargó a los Apóstoles que lo
predicaran a todos los hombres por todos los rincones del mundo, Jesús
también era un ilustre desconocido. En su tiempo la familia ya conocía
un estado decadente como el que tiene en nuestro tiempo, pero la fe de
los Apóstoles los impulsó a una predicación fiel y fueron capaces de
dar vueltas las cosas y dejarnos como legado una familia que supo
construirse sobre los cimientos sólidos del amor y la fidelidad. Y Él
los envió a tender sus manos a todos, haciendo que representaran las
propias Manos de Dios tendidas a todos para acercarles la salvación...
Hoy es
posible
mostrarlo a Jesús, con hechos y palabras convincentes, si tenemos un
corazón limpio y transparente, lleno de Jesús, poniendo en obras los
gestos de su amor al servicio
de sus
hermanos. Así lo hacen las Hermanitas de los Pobres siguiendo el
ejemplo de la Beata Juana Jugan (será canonizada por Benedicto XVI el
próximo 11 de octubre), ocupándose en sus hogares de los
ancianos pobres, acompañándolos y sirviéndolos con
amor en el ocaso de sus vidas, a las puertas de la
eternidad. En definitiva, si dejamos que Jesús nos limpie cada vez más
el
corazón con sus Sacramentos y su Palabra y esté siempre presente
dentro de cada uno de nosotros, lo haremos visible con nuestro ejemplo,
palabra y nuestro testimonio, y así estaremos dándolo a conocer, con
hechos y palabras, haciendo visible a Jesús
en nuestras casas, en nuestros trabajos,
en nuestras calles y en nuestros barrios. Bastará que cada día nos
limpie un poco más el corazón...