Esta fue mi predicación de hoy, 30 de julio de 2006,
Domingo
XVII del Ciclo Litúrgico B, en el Hogar
Marín:
1. TODOS
LOS DÍAS TENEMOS HAMBRE DE PAN, Y DE MUCHAS COSAS MÁS... El hambre es
algo que nunca falta. Siempre tenemos hambre de algo. Empezamos por el
hambre de lo más básico, pero cuando la hemos saciado enseguida
queremos algo más. Lo primero es el alimento, magníficamente
representado por el pan, que expresa nuestra necesidad más básica. Pero
una vez que tenemos lo que hace falta para comer (no sólo pan, sino
también "la canasta llena", si es posible), queremos tener con qué
vestirnos. Y si lo tenemos, enseguida aspiramos a un techo. Y si
tenemos un techo, queremos poder agregarle calefacción en el invierno y
ventilación o refrigeración en verano...
Y así es
siempre. Nunca se acaba, porque siempre tenemos hambre de algo más. A
veces pensamos que para tener todas las cosas que necesitamos nos
alcanzaría con tener mucho dinero. Incluso algunos dedican o han
dedicado toda su vida a buscar y amontonar dinero, pensando que de esa
manera llegaría un día en que tendrían todo lo que necesitarían y ya no
buscarían nada más. Pero en realidad lo que pasó es que se han visto
envueltos en una carrera en la que no pueden parar. Porque aún teniendo
todo el dinero al que se puede aspirar, todavía se puede pretender
más...
Además, cuando se tiene
todo el dinero que parecería que hace falta, la cosa no termina sino
que recién empieza. Todavía hay algo más poderoso que el dinero, que
produce una adicción aún mayor, y es el poder. Por eso la carrera sin
fin es todavía más intensa y agotadora, a la vez que insaciable, para
los que han encarado la vida como un camino para llegar al poder. La
cúspide del poder tampoco se alcanza nunca, y éste se convierte en el
más peligroso de los ídolos. Nunca sacia y siempre se quiere más. Es
como el chico que tiene un juguete nuevo. Primero lo mira encandilado,
se queda contento por un rato, pero después quiere otro más grande, y
pelea con los demás hasta alcanzar el que nadie tiene. Lo usa pero no
lo comparte, lo pone en juego todo el tiempo y al mismo tiempo lo
acapara para que los demás no lo tengan. Lo usa y abusa de él hasta que
lo pierde y lo deja maltrecho (generalmente el poder al que lo
ambicionó, no al revés)...
Es que, en realidad, lo que manifiesta nuestra hambre, en todas sus
formas, no es sólo una necesidad fisiológica, sino las ansias de vivir
para siempre, y con una vida plena. El lado malo es que, como dice el
refrán, "la ambición mata al hombre", sobre todo si es ambición de
poder. El lado bueno es que toda el hambre es signo del deseo de una
vida que no se acabe, a la que todos aspiramos, y que sólo puede
provenir de Dios. Y por eso, todas nuestras se necesidades se resuelven
finalmente y se resumen en nuestra hambre de Dios, que nos tendrá
siempre inquietos, mientras no lleguemos a Él....
Jesús puede darle de
comer a todos en un instante, y hacer que sobren, todavía, doce
canastas llenas. Pero ellos saben que mañana tendrán hambre de nuevo, y
por eso enseguida quieren hacerlo Rey (nosotros quizás lo hubiéramos
puesto al frente del Ministerio de Economía, o del Fondo Monetario
Internacional). Jesús se escapa, porque no es para eso que ha venido...
Los que comieron el día de la multiplicación de los panes, y nosotros
también, tenemos un hambre más profunda y esencial, que sólo Jesús
puede saciar. Y es para eso que ha venido. El relato de la
multiplicación de los panes que trae el Evangelio de San Juan tiene un
desarrollo similar al que después tuvo la Ultima Cena, y hoy tiene la
Misa. Jesús es el alimento que se sirve en esta Mesa, alimento que se
parte y se entrega, que se multiplica y se pone en nuestras manos para
darnos la Vida eterna. Alimento que se presenta en dos platos fuertes,
primero la Palabra de Dios y después el Cuerpo y la Sangre de Jesús. El
pan de trigo, con el que se simboliza toda la necesidad del alimento
terreno, puede llegar a las manos de todos los que hoy lo necesitan (y
son muchos), con el esfuerzo y la dedicación, con la justicia y con el
amor entre todos los hombres. No son los alimentos los que faltan en
este mundo donde hoy mueren muchos de hambre, sino esfuerzo y
dedicación, justicia y amor para hacer que esos alimentos lleguen a
todos. Pero el Pan de Vida eterna sólo lo puede dar Jesús. Por eso lo
deja en las manos de los Apóstoles (son doce, igual que las canastas
que sobraron), y a través de ellos en las manos de la Iglesia, para que
lo repartan a manos llenas entre todos los que lo buscan. Alimentados
con ese Pan, sabremos servir la mesa de los demás, como los Apóstoles...
3.
ALCANZA PARA TODOS. POR ESO JESÚS NOS LLAMA A COMPARTIR LA MESA... La
multiplicación de los panes es un signo de lo que después será, a
partir de la Ultima Cena de Jesús con los Apóstoles, la Eucaristía que
volvemos a celebrar cada vez en la Misa...
Pero no se agota allí,
también es un signo de la vida. Como a los Apóstoles, también a
nosotros Jesús nos pregunta, de dónde sacaremos pan para alimentar a
tantos hombres que hoy tienen hambre, en nuestra patria y en todo el
mundo, incluso en las ciudades más importantes del imperio dominante
(la cultura de la saciedad, propia de nuestro tiempo consumista, en el
que el ritmo del crecimiento económico está signado por la cantidad de
bienes que se consumen y/o se descartan, no impide, o más bien provoca,
que muchas personas queden al margen del "sistema", y sean los
verdaderos "excluidos" de hoy, como en otro tiempo lo fueron los
esclavos o los prisioneros de guerra que, por otra parte, hoy tampoco
faltan)...
La Eucaristía nos enseña un modo de saciar el hambre, que
se aplica al resto de la vida. Hay un solo Dios, Padre de todos, nos
dice
San Pablo. Y eso nos muestra que la familia
humana es una sola. Al tiempo que abrimos las manos para que Dios sacie
siempre nuestra hambre de Él (y conviene tenerlas siempre abiertas,
porque los dones de Dios nos llegan todos los días y a toda hora), hace
falta que también las mantengamos abiertas para compartir, con todos
los que nos rodean, todo lo que recibimos de Él a diario...
Una y mil veces tendremos que repetirnos, hasta estar realmente
convencidos de ello: En el mundo hay suficientes alimentos para que a
nadie le falte nada para comer. Esos alimentos realmente llegarán a
todos, y siempre alcanzará, si verdaderamente aprendemos de la
Eucaristía a compartir nuestra mesa, sin que nadie quede afuera de
ella. Así como Jesús se valió de los Apóstoles para repartir su Pan y
recoger en doce canastas (eran la misma cantidad de Apóstoles, así que
podemos pensar que cada uno quedó con una canasta), también ha hecho de
cada uno de nosotros una canasta (o una mesa, según la imagen que
prefieran), de la que puedan servirse todos los que nos rodean...