Esta fue mi predicación de hoy, 4 de junio de 2006,
Domingo
de Pentecostés del Ciclo Litúrgico B, en el Hogar
Marín:
1. LAS ALEGRÍAS QUE HOY SE OFRECEN SON
SUPERFICIALES Y CASI TODAS COMERCIALES... Todavía no empezó el Mundial
de Fútbol que se jugará en pocos días más en Alemania, e incluso antes
que la pelota comience a rodar ya estamos saturados con la presión a la
que nos someten con todas las cosas que nos quieren vender con ocasión
de ese acontecimiento deportivo. Se nos quieren vender no sólo
pantallas de Televisión "para verlo mejor" (en cada país con la
camiseta de la propia selección), sino muchas otras cosas, hasta
"camisetas" para perros, pasando por todo tipo de bebidas y otras
cosas, que nos ofrecen una felicidad que no llega más que hasta la
superficie, y así de rápido como llega, con la misma velocidad se
acaba...
Mientras tanto, seguramente a todos nos
sobran motivos para que nuestro ánimo esté abatido. Por eso no alcanzan
pequeñas distracciones, como puede ser un triunfo futbolístico de la
selección nacional, para cambiar el clima de descreimiento que nos
envuelve. Es demasiado triste ver cómo los que deberían ocuparse del
bien común, ya que para eso fueron elegidos, se debaten entre tormentas
y luchas por el poder, de las que ya somos testigos al borde del
hastío...
Pero si miramos todavía más hacia lo
profundo, siempre es más fácil la tristeza, la desilusión y la
desesperanza, sobretodo si, frente a las circunstancias que nos rodean,
nos quedamos pasivamente tirados en un sillón, mirando cómo las cosas
pasan, sin atinar a una respuesta con la que sumemos nuestra propio
esfuerzo para darles una dirección...
También los Apóstoles, después de la muerte de Jesús, se quedaban en el
Cenáculo, con las puertas cerradas, por temor a los judíos, que los
habían visto compartiendo con Él sus últimos días. En esas
circunstancias se les apareció Jesús que, resucitado, esperaba el
momento oportuno para cambiarles el ánimo con sus apariciones, y
confiarles una misión...
Sin embargo, nosotros, como ellos, fuimos hechos para la alegría. Por
eso no podemos quedarnos encerrados en la superficie, dejando que las
cosas del momento sean las barreras que nos impidan llevar adelante la
vocación que hemos recibido de Dios. Y así como los Apóstoles se
abrieron a Dios el día de Pentecostés para recibir el Espíritu Santo
que les cambiaría la vida, también hoy nosotros podemos dejarnos
invadir por este don de Dios, que comenzamos a recibir el día de
nuestro Bautismo...
2. EL ESPÍRITU SANTO NOS DA LA PAZ Y LA
ALEGRÍA QUE VIENEN DE DIOS... Cuando se aparece a los Apóstoles, Jesús
expresamente les entrega el don de la paz, e inmediatamente ellos se
llenaron de alegría. Ambos dones provienen de Dios, y Jesús se los
comparte dándoles el Espíritu Santo, que es Dios junto con el Padre y
el Hijo (de eso nos hablará la celebración del próximo Domingo)...
El Espíritu Santo viene siempre con estos dones de la paz y la alegría,
ya que nos garantiza que Dios está siempre "de nuestro lado". Todo el
camino recorrido por Jesús, desde los maderos del Pesebre hasta los
maderos de la Cruz, está hecho para nuestra salvación, lo mismo que su
Resurrección. El Espíritu Santo viene a hacernos partícipes de esta
Vida que Jesús ha ganado para nosotros, y que venimos celebrando desde
la Vigilia Pascual, representada en el Cirio Pascual, que hemos
encendido sin interrupción
en cada Misa a lo largo de estos cincuenta días. Pero el don de Dios
trae, junto con la paz y la alegría, una misión y una tarea. Jesús les
da el Espíritu Santo a los Apóstoles para que lleven la paz y el perdón
a todos los rincones del mundo, es decir, les encarga la inmensa tarea
de reconciliar el mundo, y todos sus habitantes, con Dios, a través del
don del Espíritu Santo...
Y a nosotros Dios nos hace
participar de esa misma tarea. Dios, que puede hacer todo por su
cuenta, quiere hacerlo con nosotros, porque para eso nos hizo
semejantes a él, libres y artífices de nuestro destino. Para eso no da
el Espíritu de Jesús, el que animó a los Apóstoles, el que nos hace
participar de la Vida de Jesús, ganada en la Resurrección, y regalada a
cada uno de nosotros en el Bautismo. Por eso nosotros no tenemos que
enojarnos con este mundo que nos toca vivir, que se ha querido alejar
de Dios, sino que tenemos que abrirle confiados nuestros brazos,
ofreciéndole perdón que necesita...
Si quisiéramos saber con precisión cuál es el
don que el Espíritu Santo nos tiene preparado especialmente para cada
uno de nosotros en este día, bastaría que miráramos a nuestro
alrededor. Conociendo lo que necesitan de nosotros los que nos rodean
en cada lugar donde nos movemos, tendremos pistas claras del don que el
Espíritu Santo nos está dando. Porque, como dice San Pablo, en cada uno
el Espíritu Santo se manifiesta para el bien común...
Podrá ser el don de la sabiduría, que nos permite gustar las cosas de
Dios. O el don del entendimiento, para poder comprender los tristes de
hoy. El don del consejo, para encontrar el modo de acercar a Dios al
que se ha alejado. O el don de fortaleza, para soportar las amarguras
de estos tiempos sin soltarnos de la mano de Dios. O el don de ciencia,
para comprender los caminos que lleven este mundo nuevamente hacia
Dios. O el don de piedad, que vuelva nuestros propios corazones más
intensamente hacia Dios. O el don del temor de Dios, que consiste en el
temor de soltarnos de su mano, o más claramente todavía, en el amor a
Dios. Por esta razón, cada uno de nosotros podemos y debemos hacernos
responsables de lo que el Espíritu Santo pone en nosotros para
contribuir al bien común...