Esta fue mi predicación de hoy, 3 de agosto de
2008,
Domingo
XVIII del Tiempo Ordinario del Ciclo Litúrgico A, en la
Abadía
Santa
Escolástica y en el Hogar
Marín:
1.
ADEMÁS
DEL
PAN, HACE FALTA
EL HAMBRE PARA ALIMENTARSE BIEN... En nuestras culturas, marcadas por
las costumbres nacidas en el mediterráneo, el pan representa de manera
singular
a todos los alimentos que constituyen
nuestra fuente de energías y por eso necesitamos para vivir. Sin
embargo, no alcanza con el
pan. Hoy,
gracias a Dios, existen en el mundo más alimentos de los que
necesita
la población entera para alimentarse suficientemente bien
(por eso es tan grave que
mientras algunos
tienen mucho más de lo que necesitan a otros les falte lo
más
elemental para alimentarse de una manera digna; es una injusticia que
clama al cielo)...
Pero,
¿qué hacemos con el pan
si no tenemos ganas de comer? El hambre es un signo de salud, y algo
anda mal si, a pesar de necesitarlo, no tenemos ganas de alimentarnos.
A veces puede ser efectivamente una cuestión de salud
física. Si
estamos con un problema estomacal, o con una gripe fuerte, o con alguna
otra cosa más grave, enseguida perdemos el hambre. Y si no
nos
alimentamos, tenemos cada vez menos energías para superar la
enfermedad. Por eso, para suplir nuestro deseo natural de alimentarnos
que se manifiesta en el hambre, cada vez con más facilidad y
rapidez,
si no nos alimentamos por nuestros propios medios enseguida nos
alimentan "a la fuerza", con
suero fisiológico, con el que nos dan los líquidos y los
sólidos elementales para no debilitarnos demasiado, y
sostener nuestras
energías en un buen nivel...
Sin embargo, no sólo cuestiones físicas pueden
quitarnos el hambre. A
veces andamos con "el ánimo por el piso", no sólo
con las cejas sino
también con los brazos caídos. Por diversas
razones, que no tienen que
ver con lo físico sino con lo psíquico o lo
espiritual, perdemos el
hambre, y nos cuesta comer...
Pero
además, ya lo decía con insistencia Juan Pablo II e insistió en la
misma línea Benedicto XVI del el comienzo de su pontificado a la hora
de plantear los problemas más graves de la humanidad en nuestro tiempo,
hoy el drama
más importante es que el mundo parece olvidarse de Dios, como si no
necesitara de
Él. El peligro más grave para la humanidad no
consiste hoy en una
guerra entre religiones sino en la ausencia de ellas, porque los
hombres se olvidan de Dios o piensan que ya no necesitan de
Él. Cuando
se ven multitudes caminando por las ciudades más
desarrolladas, pasando indiferentes ante las vidrieras que muestran
muchas cosas que ya todos tienen, uno puede preguntarse dónde estará
encerrada, en el corazón de
cada una de esas personas, la pregunta esencial sobre su origen y su
meta, es decir, en definitiva, la pregunta sobre Dios. Así se
comprenderá la gravedad del diagnóstico que
hace Benedicto XVI. Si
un drama de nuestro tiempo es que, habiendo pan para todos, muchos hoy
se mueren de hambre debido a la injusta distribución de los
bienes, no
es un drama menor que, sobre todo los hombres más
satisfechos, hayan
perdido su hambre de Dios. Y esto nos puede ayudar a poner una mirada
distinta sobre el milagro que más impresionó a
los primeros cristianos,
la multiplicación de los panes que hizo Jesús
para alimentar a una
multitud...
2. FUIMOS
HECHOS PARA EL
CIELO, Y SÓLO DIOS
PUEDE SACIAR EL HAMBRE DE ETERNIDAD... El milagro de la
multiplicación
de los panes nos muestra que Dios hace lo suyo para que a nadie falte
el pan. A partir de los cinco panes y los dos peces con los que cuentan
los
discípulos, los multiplica y los pone en manos de los mismos
Apóstoles
para que trabajen llevándolos a todos. De la misma manera,
Isaías nos
hace oír la invitación de Dios para que nadie se
quede sin comer y beber lo necesario, aunque no tenga dinero, y se
asombra del que
gasta la plata en algo que no alimenta. Pero, ¿qué se hace con todo
esto, si se pierde el hambre y ya no se quiere comer?...
Lo
primero que tiene que hacer hoy la Iglesia con la humanidad entera, es
recordarle que
Dios nos ha hecho para el Cielo. No basta plantearse como objetivo de
la
vida alcanzar el éxito, ya sea en el deporte, en la
profesión (o en el
deporte convertido en profesión), ni
siquiera alcanza
proponerse dedicar la vida entera a construir una familia que responda
a los mejores ideales y en la que todo se hace y todo sale bien. Fuimos
hechos para el Cielo, nuestra vida tiene una vocación de
eternidad,
Dios nos hecho para la Vida eterna, y sólo Dios puede saciar
en
nosotros ese hambre más profundo y consistente, pero muchas veces
callado y adormecido, que nos lleva a buscarlo a Él. Pero hace falta
despertarse. De nada
sirve que Dios quiera llevarnos al Cielo, si nosotros, dormidos o
adormecidos, no prestamos atención a su llamado. Nuestra
vocación de
eternidad significa, por parte de Dios, un llamado, y por nuestra parte
una respuesta en la que nadie nos puede suplir...
Comer no es un lujo
para los que pueden pagarse la comida, sino una
urgente necesidad para todos. Por eso todos los que tenemos para comer
tenemos también la responsabilidad
de hacernos cargo de aquellos que
pasan hambre porque no tienen qué comer. Y el llamado a
la vida
eterna tampoco es un lujo para algunos pocos elegidos que
están
atentos a Dios. Jesús pone en evidencia a través
de la multiplicación
de los panes que Él hace su parte para que a nadie le falte
el pan, y
hace participar a los Apóstoles para que les llegue a todos
los que lo
necesitan. Pero Jesús también nos muestra a
través de este milagro,
relatado como si fuera la celebración de la
Eucaristía (Jesús hace la
bendición del pan, y después de la
fracción lo alcanza a los Apóstoles
para que lo distribuyan a la multitud), que Él
está siempre dispuesto
para ser el alimento de todos los que quieran acudir a Él.
Yo creo que
está despertándonos para que no nos quedemos
sentados en un
conformismo materialista, ante este mundo que parece resolver algunas
de las cuestiones más fáciles que se le presentan
(aunque no todas, por
supuesto, baste pensar en la dificultad para producir el bien moral en
la misma medida en que se logran producir bienes materiales), y sin
embargo se encuentra sin rumbo, porque pierde el horizonte trascendente
para el que fuimos creados todos los hombres y mujeres que llegamos a
este mundo...
3. DIOS
NOS
DESPIERTA EL
HAMBRE
DE ETERNIDAD, Y NOS INVITA A COMPARTIR EL PAN... Jesús nos
despierta,
entonces, ese hambre de eternidad que ha puesto en lo más
profundo de
nuestros corazones, para que no dejemos nunca de buscarlo a
Él como
nuestro principal alimento. Cada semana venimos a esta Mesa
eucarística, en la Misa, no sólo para
alimentarnos de Jesús, con los
dos platos fuertes que Él nos ofrece, su Palabra y su Cuerpo
y Sangre,
sino también para que permanezca despierto nuestro deseo y
nuestra
búsqueda de Dios...
En cada Misa Dios se hace presente de un modo tal que nos va ayudando a
comprender cómo todo el mundo, y nuestra propia vida,
adquiere su
sentido en Él. De esta manera, nuestra vida se hace cada vez
más
profundamente religiosa, y se manifiesta así, de este mismo
modo, en
todos los otros ámbitos donde nos movemos. Dios llena
nuestros
corazones, nos mantiene despierto nuestro hambre de Él, y
nosotros,
haciendo presente a Dios en nuestra vida, ayudamos al mundo en que
vivimos a recordar que no es nada que valga la pena sin Él. Esto es lo
que pensaban los Obispos de Latinoamérica cuando reunidos con Benedicto
XVI en Aparecida llamaron a toda la Iglesia en este continente a vivir
con fidelidad y entusiasmo su misión...
La caridad a la que
Jesús nos llama nos es mera filantropía. Los
Apóstoles encontraron
la energía y el entusiasmo para convertirse de pobres
pescadores en
entusiasmados predicadores dispuestos a dar la vida por
Jesús porque Él, muerto en la Cruz y resucitado
para abrirnos las
Puertas del Cielo, les ayudó a descubrir su hambre de Dios, que Él
mismo podía saciar.
Eso les cambió la vida, y a partir de allí
estuvieron dispuestos a
todo, y entregaron la vida por Jesús. La caridad con la que
lo dieron
todo (que el mismo Jesús les hizo practicar en la
multiplicación de los
panes llamándolos a distribuirlos entre la multitud
presente), fue la
simple y esperable consecuencia de haber encontrado en Jesús
a quien
podía saciar su sed de eternidad. También en
nuestro tiempo, entonces,
se puede esperar que una Iglesia misionera sea la
consecuencia de haber descubierto el hambre de Dios que nos mueve desde
lo más profundo, y que se despierta en nuestro encuentro con
Jesús...