Esta fue mi predicación de hoy, 23 de diciembre de
2007,
Domingo IV del Ciclo Litúrgico A,
en la Abadía Santa
Escolástica y en el Hogar
Marín, en el día del 29° aniversario de mi ordenación sacerdotal:
1. EL CLIMA DE LA
NAVIDAD SE PREPARA DE A
POCO Y ENTRE TODOS... Aunque la Navidad llega igual, también si no la
preparamos, para vivirla con toda intensidad hay que dedicarle tiempo,
incluso antes de que llegue. Para entrar en el clima de la Navidad, por
otra parte, no
bastará con poner sólo los signos externos. Aunque estos signos nos
ayudan, por sí solos no bastan. En los negocios, en las casas, en las
calles, en los
lugares públicos, todos se encargarán de poner coronas, moños, cintas,
botas, campanitas, etc., una cantidad de adornos que nos señalan la
cercanía y la presencia de la Navidad. Todo eso lleva mucho tiempo, y
para hacerlo bien hay que hacerlo entre todos. Pero con eso no
alcanza...
También hacen falta
los signos
religiosos. Por eso utilizamos, por ejemplo, la Corona de Adviento, de
origen nórdico, y vamos encendiendo en ella cada Domingo una vela más,
hasta que hoy hemos llegado a tener las cuatro encendidas, señalándonos
de esta manera que la Navidad ya está a las puertas, esperándonos...
Además, a partir del 8 de diciembre según algunas costumbres o partir
del 16 de diciembre -llegada la novena previa a la Navidad- según
otras, vamos armando en las casas los Pesebres, que nos representan
físicamente el lugar del nacimiento de Jesús, con todos los detalles,
según el caso, que queramos darle a esa representación...
Sin
embargo, ni siquiera
con eso alcanza. Porque hasta allí estamos todavía "anclados" en el
pasado. Y la celebración de la Navidad no consiste sólo en recordar lo
que
una vez pasó hace ya más de dos mil años, sino en volver a vivirlo,
como en aquel tiempo, para recibir todos los frutos que este misterio
de Dios hecho hombre sigue derramando sobre cada uno de nosotros. ..
En
definitiva, celebrar la Navidad consiste en hacerle un lugar a Dios que
viene a nosotros, trayéndonos la salvación que todos aspiramos alcanzar
y que
todos necesitamos recibir. Esto ciertamente requiere una preparación
paciente, que de
manera ideal se hace de a poco durante el Adviento, para que nuestro
corazón se vaya disponiendo como un Pesebre (pero que, llegado el caso,
podemos hacer "a los apurones" en estos días), y entre todos, porque
Jesús viene de una manera especial a nosotros, como familia, a la que
ha querido bendecir con el don de la fe que nos ha congregado en la
Iglesia. Sucede como con todas las alegrías legítimas: requieren un
trabajo de preparación para que no sean sólo flor o espuma de un día,
sino que bañen con su color la vida entera...
2. EL
ESPÍRITU SANTO SIEMBRA EN
MARÍA, Y EN NOSOTROS, LA VIDA QUE VIENE DE DIOS... El Espíritu Santo
obró en María el misterio de la Encarnación. Por obra del Espíritu
Santo, la que estaba desposada con José (es decir, había celebrado la
primera parte, el "contrato jurídico" de su matrimonio, pero no
convivía con quien sería su esposo recién después de la celebración
familiar, que todavía no se había realizado), engendró en su seno a
Jesús, Hijo de Dios hecho hombre. Así, la Vida de Dios, que ella
llevaba en sí con plenitud desde su concepción inmaculada por el
misterio de la
gracia, floreció en ella de un modo único y recibió a la misma fuente
de la gracia,
a Jesús nuestro salvador...
Este
misterio ocurrido en María es
también signo y fuente de lo que Dios realiza en nosotros. Esa Vida de
Dios, sellada con su amor inclaudicable en el altar de la Cruz, se ha
convertido en fuente de salvación para todos nosotros, que hemos sido
llamados a la Vida eterna, a la Vida de Dios, por puro don de su
gracia. Llamados a vivir en este misterio y a partir de este misterio,
nuestra vida se convierte en una misión. La Navidad tiene que llegar a
nuestra ciudad y a nuestro tiempo. Y eso sólo podrá suceder a través de
la Vida que viene de Dios, y Él mismo siembra en cada uno de nosotros.
No serán los adornos, no serán los regalos (cuyo sentido y significado
en la Navidad es corresponder, con nuestra propia y generosa donación
hacia las personas que queremos, al Amor con el que Dios nos ha
regalado, dándonos a su Hijo), los que pongan de fiesta a la ciudad con
la Navidad, sino la Vida que viene de Dios, y que el Espíritu Santo
siembra en nosotros para que la hagamos llegar a todos...
Pienso hoy
especialmente, al celebrar 29 años de mi ordenación sacerdotal, en la
misión específica que con ella recibí. Y lo hago en el marco concreto
de nuestro tiempo, en estos días en los que la diócesis de San Isidro,
a cuyo clero pertenezco, ha conocido el desconcierto y la desazón que
han producido varios sacerdotes que han abandonado su ministerio. Esto
me urge a dar testimonio de la alegría con la que la mayor parte de los
sacerdotes vivimos este gran don de Dios que hemos recibido con nuestra
ordenación. Un don que no nos pertenece, ya que es del pueblo de Dios,
y que es para nosotros una misión...
Varias veces en este último tiempo algunos fieles me han dicho que les
gusta verme siempre contento. Considero esta alegría un don muy
especial, y creo que no se debe a mi esfuerzo o virtud, sino a Dios, a
quien nos toca responder cada día con fidelidad (don de Dios que Él no
niega a quien lo pide con constancia y humildad). Si alguno pensara que
hablo de la alegría porque no he vivido lo suficiente como para conocer
las amarguras que la vida puede cargar sobre nuestros hombros, le
pediría que tenga en cuenta que el dolor no atenta contra la alegría
cuando ésta surge de Dios, su fuente permanente, ya que Él mismo en la
Cruz hizo de todo dolor humano un camino de salvación. Si nos falta
alegría, no necesitamos menos dolor, sino acercarnos más a la fuente de
la alegría, que es Dios. Si alguna vez nos parece que tenemos más
motivos para dolernos que para alegrarnos, necesitamos hacer de nuevo
las cuentas, revisar con más cuidado y descubrir con precisión todos
los motivos de alegría que Dios nos da. Haciendo pie en una frase de
Santa Teresa de Jesús, me parece que "un sacerdote triste es un triste
sacerdote". Creo que Dios nos ha llamado a ser sus testigos y
servidores (ministros) de sus misterios de salvación (su Palabra y sus
Sacramentos), y por eso mismo testigos de Su alegría. Por esta razón
todos tienen el derecho de exigirnos a los sacerdotes una sonrisa que
tenga siempre su fuente en Dios...
3. EN EL
PESEBRE, MARÍA Y JOSÉ
NOS ENSEÑAN CÓMO HAY QUE RECIBIRLO A JESÚS... Para eso es urgente e
irreemplazable que aprendamos a recibir a Jesús, que viene a nosotros
en esta Navidad. Y es el Pesebre el que nos permite realizar cada día
ese aprendizaje...
En el Pesebre no está sólo el marco exterior (que, volviendo a la
imagen que hemos ido completando durante todo el Adviento, puede
asimilarse a toda la preparación externa de la Navidad). Ni siquiera
alcanza con que estén en él los maderos que sostendrán a Jesús (los
mismos, quizás, que después permitirán hacer la Cruz). En el Pesebre
están también María y José, con sus manos extendidas, para recibirlo a
Jesús. Ellos nos enseñan que, abriéndonos al Espíritu Santo, que
siembra en nosotros la Vida que viene de Dios, podremos recibir a
Jesús, que viene a salvarnos en esta Navidad. María y José, con su
disponibilidad y docilidad, por la que cambian sus planes para aceptar
los de Dios, nos enseñan a recibir la salvación, que esperamos y
necesitamos. Por supuesto, como a ellos, también a nosotros nos
llegará, una vez que hayamos oído y recibido lo que Dios nos dice y nos
trae en el Pesebre, el momento de obedecer a Dios, en quien ciertamente
podemos confiarnos, y quien será siempre la fuente perenne de una
alegría que no se agota y que defrauda...