La vida es siempre una misión...
Queridos amigos:
Esta fue mi predicación de hoy, 8 de mayo de 2005,
Domingo de la Ascensión del Señor del Ciclo Litúrgico A, en el Hogar
Marín. Me basé en las
siguientes frases de
las lecturas bíblicas de la Misa del día:
- Después de su Pasión, Jesús se manifestó a ellos dándoles
numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se le apareció
y les habló del Reino de Dios... [En una ocasión, les dijo] «recibirán
la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de
la tierra». Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo
ocultó de la vista de ellos. Como permanecían con la mirada puesta en
el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos
de blanco, que les dijeron: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen
mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al
cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir» (Hechos 1, 3
y 8-11).
- Que él ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar la
esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que
encierra su herencia entre los santos, y la extraordinaria grandeza del
poder con que él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su
fuerza (Efesios 1, 18-19).
- Después de la resurrección del Señor, los once discípulos fueron
a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se
postraron delante de el; sin embargo, algunos todavía dudaron.
Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y
en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y
enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré
siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 16-20).
1. SOMOS DE CARNE Y HUESO: NO
PODEMOS ESTAR EN DOS LUGARES AL MISMO TIEMPO... Todos somos de carne y
hueso, y eso nos plantea limitaciones, a las que con el tiempo nos
vamos acostumbrando. En un primer momento, cuando somos bebes, la carne
y los huesos tienen una gran elasticidad, pero no tanta resistencia. En
otro tiempo, el de la juventud, sobretodo si nos hemos preparado por la
práctica de un deporte o si el trabajo manual nos ha desarrollado, la
carne adquiere su mayor firmeza, lo mismo que los huesos. Y en otro
tiempo, cuando nos vamos poniendo viejos, la carne pierde nuevamente su
firmeza, y además los huesos se ponen frágiles (por eso, entre otras
cosas, hay que caminar con cuidado, porque las caídas dejan fácilmente
sus huellas)...
De todos modos, estas no son las
únicas limitaciones que nos pone nuestras condición de espíritus
encarnados. Además, por esta condición, no es posible que estemos en
dos lugares al mismo tiempo. Nuestra condición corporal supone todas
las limitaciones que nos ponen el tiempo y el espacio. Cuando estamos
en un lugar, no podemos estar en otro...
Por eso, entre otros motivos, dependemos unos de otros y necesitamos
ayudarnos no sólo en las cosas más importantes de la vida, sino también
en las más sencillas y cotidianas. Aquí en el Hogar, donde vivimos
cerca de 100 personas, si alguien sale a hacer unos trámites, o
cualquier otra tarea que hace falta realizar fuera de casa, otro tendrá
que encargarse de limpiar los platos, y quien esté en esta tarea no
podrá salir para lo que hace falta realizar afuera...
También Jesús, que para
traernos la salvación asumió nuestra condición humana, se ató, con
ello, a las mismas limitaciones que supone ser de carne y hueso. Esta
condición humana hizo que Jesús naciera en un lugar, perdido en los
confines orientales del imperio del momento (el imperio romano), y en
el resto del mundo no tenían ni noticias de su existencia ni de lo que
hacía por los hombres y mujeres de todos los tiempos (tengamos presente
que no contaban con la inmediatez a la que hoy nos han acostumbrado los
medios de comunicación con los que hoy contamos, que nos permiten
instantáneamente las imágenes y los sonidos de lo que sucede en
cualquier lugar del mundo)...
Por esa limitación, cuando Jesús hacía la ofrenda suprema de su vida en
la Cruz, no podía hacer nada más que eso. No era el momento de las
palabras y de los milagros, sino de la entrega y el silencio. Pero lo
que estaba conquistando allí para la humanidad entera, con su
obediencia amorosa a la voluntad de Dios, no podía quedar limitado a
ese espacio y a ese tiempo. Por eso, una vez muerto en la Cruz, Jesús
resucitó, y después de aparecerse por un tiempo a los Apóstoles hasta
que se convencieron de la verdad de lo sucedido, subió a los Cielos, el
lugar que le correspondía como Hijo de Dios. Allí ya no está limitado
por las limitaciones que a todos nos impone, y que incluso a Jesús le
impuso, su condición de carne y hueso...
2. JESÚS ASCENDIÓ A LOS CIELOS
Y NOS ABRIÓ SUS PUERTAS; PERO SE QUEDÓ PARA SIEMPRE... Esta ascensión
de Jesús a los Cielos es la Solemnidad litúrgica que hoy celebramos. Es
verdad que una vez resucitado, Jesús se apareció a los Apóstoles. Y lo
hizo justamente para que, como consecuencia de esta experiencia
totalmente única, y las huellas del sepulcro vacío, los Apóstoles
llegaran a la fe, y la pudieran fortalecer. Esa fe de los Apóstoles, a
la que llegaron por sus encuentros con Jesús resucitado, es la que hace
de fundamento para nuestra propia fe. Pero esa situación de encuentro
con Jesús resucitado no podía ser para siempre, porque es en el Cielo
donde Jesús tiene su casa, y nosotros también...
Esta Ascensión de Jesús es la
consecuencia necesaria de su Resurrección. Jesús resucitado llevó toda
nuestra condición humana, también su dimensión corporal, a una
situación que está por encima de las acotadas dimensiones del tiempo y
del espacio. La humanidad de Jesús, en virtud de su Resurrección,
participa de la condición gloriosa de Dios. Y esto no es posible dentro
de las limitadas coordenadas del tiempo y del espacio, sino que reclama
la dimensión sobrenatural del Cielo, que podemos definir como "la Casa"
de Jesús, en la que se encuentra a sus anchas, con el Padre y el
Espíritu Santo...
Dios sembró en nosotros semillas de eternidad. Habiéndonos hecho
sus hijos por el Bautismo, nos hizo participar no sólo en la muerte de
Jesús (sumergiéndonos en el agua del Bautismo han quedado sepultadas
las consecuencias del pecado original, que nos hizo perder la condición
primera, que llamamos "paraíso terrenal", en la que Dios nos había
creado para vivir en plena comunión con Él), sino también en su
Resurrección, que anticipa la nuestra, y pone ante nuestros ojos
nuestro destino de eternidad. Por eso, cuando Jesús resucitado asciende
al Cielo, pone su condición humana en el lugar que le corresponde, y
nos abre también a nosotros las puertas de su Casa, que ha querido que
sea también la nuestra, llamándonos a vivir en plena comunión con Él...
Sin embargo, aún "yéndose" al
Cielo, del que nos abrió las puertas introduciendo en él nuestra
condición humana, que asumió como propia, librado ya de las
limitaciones del tiempo y del espacio, se quedó con nosotros para
siempre. Es Jesús resucitado quien está presente a través de su Palabra
y en la Eucaristía, así como en la celebración de todos los
Sacramentos. Es Él mismo quien nos habla cuando su Palabra se proclama
en la Iglesia o cuando la leemos y rezamos con ella, unidos en la fe de
toda la Iglesia, que tiene como tarea conservar esta Palabra y llevarla
a todos los hombres, en todos los rincones del mundo y en todos los
tiempos. Es el mismo Jesús quien se hace presente cuando la Iglesia
celebra todos y cada uno de los Sacramentos, dando a los hombres la
vida de Dios en el Bautismo, fortaleciéndola en la Confirmación,
alimentándola en la Eucaristía, reparándola en la Penitencia o
Reconciliación, así como también en la Unción de los enfermos. Es Jesús
el que construye la Iglesia como una comunidad fiel a través de los
ministros a los que ha constituido como instrumentos suyos a través del
Sacramento del Orden. Y es también Jesús quien a través del Sacramento
del matrimonio hace de las familias verdaderas Iglesias domésticas, en
las que se enseña y se vive la Palabra de Dios, se prepara la
celebración de los Sacramentos y se conduce al Cielo...
3. PARA NOSOTROS, QUE VIVIMOS
DE LA ESPERANZA, LA VIDA ES SIEMPRE UNA MISIÓN... La presencia de Jesús
en el Cielo, adonde ascendió después de su Resurrección, es nuestro
motivo firme de esperanza. Introduciendo allí nuestra condición humana,
nos ha abierto de tal modo las puertas, que ha hecho que su Casa pueda
ser también la nuestra. Esto nos hace vivir ya, desde ahora, con el
corazón puesto en la morada eterna que Dios nos propone...
Sin embargo, no es posible vivir en la tierra solamente mirando al
Cielo. Porque nuestros pies están todavía aquí. Y por eso nuestra vida,
iluminada por la fe, se convierte en una continua misión. En primer
lugar Jesús envió a los Apóstoles, y los hizo sus testigos autorizados.
Los envió con el poder que Él mismo tiene, como nos decía hoy san Mateo
en su Evangelio, a predicar todo lo que les enseño (su Palabra), y a
hacerlo presente con los Sacramentos (empezando por el Bautismo)...
Ayer los periodistas se
sorprendían porque Benedicto XVI había dicho, al asumir la Cátedra del
Obispo de Roma en la Basílica San Juan de Letrán, que "el Papa no es un
soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley" (hay que decir
que es imposible entender el ministerio y la tarea cotidiana del Papa,
si no es con una mirada de fe). Es claro que es así, porque el Papa no
inventa el contenido de su predicación. "Por el contrario", decía ayer
Benedicto XVI, "el ministerio
del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y
a su Palabra. Él no debe proclamar sus propias ideas,
sino vincularse constantemente y vincular a la Iglesia a la
obediencia a la Palabra de Dios, ante los intentos de
adaptarse y aguarse, así como ante todo oportunismo"...
Sin embargo, no es sólo misión del Papa y de
los Obispos conservar y predicar esa Palabra viva de Jesús. Es también
tarea propia de los sacerdotes, de los diáconos, y de todos los fieles.
Es misión y tarea para todos nosotros, cada un según la propia función,
no sólo alimentarnos de esta Palabra salvadora de Jesús, sino también
anunciarla a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo...
Por supuesto, no bastará con que tengamos estas palabras en la boca, y
la pronunciemos todo el tiempo. Porque lo que dará fuerza a lo que
digamos será el testimonio de nuestra vida, en la medida en que nos
dejemos conducir por la Palabra de Jesús. Siempre, en todos los
tiempos, pero quizás más hoy, en un mundo cansado de palabras, como
decía desde hace tiempo Pablo VI, la mejor predicación no consistirá
sólo en palabras, sino que deberá contar primero y fundamentalmente con
hechos. Con el corazón lleno de Jesús podremos vivir encendidos en un
amor que nos ponga al servicio de todos nuestros hermanos. Y ese
servicio de amor, manifestado en pequeños y grandes gestos de
solidaridad fraterna, será para nosotros una continua misión. De esta
manera no sólo contribuiremos a la alegría de nuestros hermanos, sino
que también pondremos en evidencia nuestra gratitud a Jesús, que nos
abrió las puertas del Cielo...
Un abrazo y mis oraciones.
Predicaciones del P. Alejandro W. Bunge: